Apenas tenía 11 años cuando empezó a dibujar. Entre los caballos y trigales del fundo de Melipilla donde creció -había nacido en Valparaíso-, tomaba un libro y empezaba a tirar líneas. Entre ensayo y ensayo, también escribía. Ya en ese entonces Claudio Bravo tenía claro que aspiraba a ser el artista más famoso del mundo.
Así creció. Aunque su padre jamás aprobó que se dedicara al arte, lo primero que hizo fue estudiar con Miguel Venegas Cifuentes.
Entrando en los años 70 marcó un hito con su exitoso tránsito por las naturalezas muertas.
Sólo objetos cotidianos y sencillos que llevó a la tela con extrema minuciosidad. Abrumado por su éxito en España, decidió radicarse en Tánger (Marruecos), donde murió en 2011.
Sus primeras pinturas acusaban una notoria influencia del Picasso de la “época azul” y posteriormente evoluciona hacia una creación de carácter hiperrealista.
Durante su estancia en Madrid pinta numerosos retratos y se interesa por el arte de Velázquez, Zurbarán y Ribera, que se trasluce en su obra a través del virtuosismo técnico que le caracteriza.
La temática de su pintura está centrada hasta 1970 en bodegones, retratos y composiciones con figuras; añadiéndose a partir de entonces los paisajes casi bíblicos de Marruecos, paquetes y ropas colgadas, entonadas todas las composiciones hiperrealista que superaba por la exagerada exactitud, la referencia temática protagonista de sus cuadros.
En estas obras recientes de Bravo (que pueden producir aburrimiento a las miradas que traten de discernir con un golpe de vista la sensibilidad del artista) es posible hallar, en el anudamiento de las telas y en sus pliegues, más pintura que en otros relatos más fantásticos. Aquí, en este despojamiento formal, el discurso deja lo literario para otros ámbitos, y el artista solamente quiere demostrar sus capacidades de pintor.
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